LAS ARMAS DE
LA GUERRA MEDIEVAL
La caballería
como gran fuerza de carga, las nuevas armas pensadas para herir o matar a
distancia, las armaduras de todo tipo para protegerse, los castillos como
defensa suprema, la artillería para batirla... Esta gradual
sofisticación del combate,
que fomentó la percepción de que el caballero era superior al resto de los
mortales, desembocó en la profesionalización de la guerra. Las innovaciones
bélicas, como otros aspectos de la sociedad medieval, sirven para explicar el
desarrollo de toda una época. Diez rasgos son reconocibles en esta progresión.
1 La era de la caballería
Muchos historiadores marcan el inicio de la caballería en la batalla de
Adrianópolis, en 378, cuando los jinetes de un ejército germánico desempeñaron
un importante papel en el aniquilamiento de más de cuarenta mil romanos,
casi todos de infantería, con el emperador Valente incluido. Fue un punto de
inflexión, pues la caballería tendría un peso decisivo en la guerra durante
casi mil años.
Tanto los germánicos que llegaron a Europa como los persas y luego los
hunos, los ávaros, los húngaros y los árabes se distinguieron por un
uso preferente del caballo como elemento de combate, que dejó en
evidencia las limitaciones de la infantería clásica. Cada vez más pesados
Entrada la Alta Edad Media, Bizancio y el Imperio
carolingio, que eran las dos grandes entidades políticas que seguían
resistiendo el embate de esos pueblos, tuvieron que incorporar a sus ejércitos
grandes formaciones de caballería para contrarrestarlos.
Lo hicieron copiando los modelos de los atacantes y adoptando
progresivamente el mismo tipo de caballos, su alimento (la avena), su armamento
y su equipo. Bizancio utilizó el catafracto, una unidad en la que
caballero y montura iban protegidos con armaduras, y Occidente cubrió
a sus caballeros con cotas de malla cada vez más amplias. También les dotó de
lanzas, espadas o arcos, con los que podían atacar con ventaja a la infantería
enemiga o combatir en igualdad de condiciones contra la caballería.
Su
uso facilitaba la monta y la estabilidad, sobre todo si se complementaba con
una silla de montar
Pero fue el estribo el invento más importante para el desarrollo
de la caballería. Sus primeras y sencillas modalidades aparecieron al inicio
de nuestra era en India y luego, sujetando todo el pie, en China y los pueblos
nómadas de Asia. Ellos lo exportaron poco después a Persia, Bizancio y Europa,
donde se copiaron. Los ávaros, seguramente, lo trajeron de Asia central hacia
el siglo VI o VII.
Su uso facilitaba la monta y la estabilidad, sobre todo si se
complementaba con una silla de montar (otro invento de los pueblos esteparios)
de amplio respaldo. Permitía ponerse en pie e incrementar la fuerza con
que se golpeaba o se cargaba con la lanza, al proyectar todo el peso de jinete
y caballo en el choque.
2 El imperio del hierro
A fines del siglo VIII, los francos supieron desarrollar una eficaz
industria metalúrgica. Con mejores técnicas de fundición pudieron forjar
espadas, piezas de armadura y corazas, cotas de malla, escudos, lanzas,
mazas, estribos, cascos y otras piezas de hierro de gran calidad para uso
militar. Esta producción a gran escala les permitió herrar masivamente a sus
caballos, lo que facilitó su marcha por todo tipo de terrenos, así como su
resistencia.
Ello hizo de los forjadores unos artesanos muy valorados, y las
disposiciones legales prohibieron la exportación de sus productos a pueblos
enemigos, como vikingos,
eslavos o musulmanes. Además de las espadas y lanzas, los francos
contaban con su célebre francisca, o hacha de guerra, que tanto podían
emplear para asestar mandobles en la lucha cuerpo a cuerpo como para lanzarla contra
el enemigo. Por su parte, el mundo bizantino perfeccionó aún más su caballería
acorazada, y siguió empleando con éxito su infantería, también muy protegida,
heredera de las disciplinadas legiones romanas.
Pese al incremento de la producción, algunas piezas siguieron siendo muy
caras, como las cotas de malla, por lo que el ejército con mayores recursos
siempre estaba equipado con más y mejores piezas de hierro. Aun así, a lo largo
de la Edad Media se fue extendiendo su uso. Cada vez más soldados incorporaron
complementos de este metal, aunque fuesen simples cascos.
Solo
los más ricos podían conseguirlas, por lo que las armaduras se convirtieron en
un signo de distinción
La extensión de la ballesta y la mejora de las armas ofensivas
obligaron, a partir del siglo XI, a intensificar las protecciones, por lo que
los yelmos se hicieron más cerrados, los escudos más grandes y las cotas de
malla y las corazas más amplias y gruesas. Los nobles cubrieron sus
caballos con protecciones metálicas cada vez más sofisticadas.
Obviamente, solo los más ricos podían sostener esta carrera metalúrgica,
por lo que las armaduras en sí mismas se convirtieron en un signo de
distinción. El problema era el peso: podían alcanzar los 30 kilos.
Los musulmanes permanecieron un tanto al margen de la carrera del
hierro, sobre todo en la caballería. Si bien no renunciaron a cotas de malla,
cascos y escudos, su preferencia por la movilidad hizo que monturas y
jinetes nunca fuesen demasiado cargados de metal, lo que les reportó no
pocas ventajas ante los cruzados.
3 El letal fuego griego
En el este de Europa y Oriente Próximo, Bizancio mantenía sus propias
guerras por su supervivencia. Durante casi toda la Edad Media, y tras los
intentos expansionistas de la era del emperador Justiniano,
tuvo que hacer frente a continuas invasiones de pueblos que aspiraban a
conquistarlo. Por el norte los eslavos, con los búlgaros a la cabeza, y por
el sur y el este los persas, los árabes, los mongoles, los turcos...
Bizancio nunca gozó de un período prolongado de paz, y sus energías se
centraron en la defensa de un territorio cada vez más menguado. Sus
fortificaciones, sus tropas entrenadas con sus afamados arqueros y jinetes
acorazados y la recluta de mercenarios, junto con una marina de guerra bien
adiestrada, fueron los medios que permitieron sobrevivir al Imperio
hasta mediados del siglo XV, compensando con ello su creciente
inferioridad demográfica.
El llamado fuego griego fue la más afamada de sus armas. Existían
fórmulas de proyectiles incendiarios desde hacía siglos, pero a finales del
siglo VII se perfeccionaron. Al parecer, la fórmula definitiva la suministró un
tal Calínico de Heliópolis. Se aplicó de inmediato para incendiar una
flota árabe y esta se consumió por completo, con lo que Bizancio se
salvó de la invasión.
Se
sabe que era una sustancia líquida o pastosa, flotaba sobre el agua sin
apagarse y se adhería a los cuerpos
Durante los siglos siguientes la flota bizantina venció a toda
armada enemiga que pretendió asaltar sus costas, por lo que el Imperio
pudo limitar sus esfuerzos a vigilar las fronteras terrestres. El mecanismo era
sencillo. Se lanzaba la sustancia hacia las naves enemigas a través de unos
tubos metálicos ubicados en la proa de los buques. La inflamación era inmediata.
Dada su eficacia, fue un secreto de Estado celosamente guardado, así que
se desconoce su composición exacta. Se sabe que era una sustancia líquida o
pastosa, flotaba sobre el agua sin apagarse y se adhería a los cuerpos, y era
imposible sofocar sus llamas más que con tierra o arena. Recuerda al actual
napalm y, con toda probabilidad, estaba compuesta por una base de petróleo
(nafta), cal viva, salitre y una serie de resinas espesantes. Su éxito
fue tan rotund o que solo pudo desbancarse del arsenal
cuando llegaron la pólvora y la artillería.
4 El valor religioso de combatir
Guerra y religión estaban indisolublemente unidas desde
que en 380 el emperador Teodosio convirtió
el cristianismo en religión oficial del Estado. A partir de ese momento, corona
y tiara fueron de la mano, apoyándose mutuamente en sus empresas. La
persistencia del paganismo o la herejía entre los pueblos invasores germánicos
debilitó la influencia de la religión, pero en los siglos VIII y IX ya
comenzaba a recobrarse.
La Iglesia alentó a los vasallos a cumplir con las prestaciones
militares que debían a sus señores, advirtiendo del pecado en que se incurría
en caso de no hacerlo. El clero proclamaba que su cometido era combatir
espiritualmente contra el mal, mientras que la nobleza decía acometer esto
mismo en el ámbito terrenal. Los santos se convirtieron en patrones de los
diversos ejércitos y armas, y numerosos obispos marcharon al frente de sus
tropas a la guerra.
Las
órdenes militares fueron el máximo exponente de la conjugación de guerra y
religión
Así, en cada batalla la presencia religiosa era absoluta: antes de ella
se rezaba, confesaba y comulgaba, se celebraban procesiones con imágenes de
santos... A su término se oficiaban solemnes funerales y se efectuaban actos
de penitencia por los muertos, incluso los del enemigo (siempre que fuesen
cristianos). Detrás de todo ello figuraba la convicción de que el Reino de los
Cielos esperaba a los que combatían con ardor.
Este razonamiento se multiplicaba exponencialmente si el enemigo era el
infiel. La movilización de las cruzadas,
que arrastró a miles de voluntarios a Tierra Santa, no habría sido
posible sin la creencia de que con ello se expiaban los pecados y se ganaba la
salvación eterna. Las órdenes militares fueron el máximo exponente de la
conjugación de guerra y religión, convirtiendo al monje en soldado y al soldado
en monje.
Lo mismo sucedió en el mundo musulmán. Morir luchando contra los
cristianos era alcanzar el paraíso, lo que confería al islam un efecto
movilizador formidable en las conciencias de los soldados. Los mamelucos, como
los jenízaros más adelante, constituyeron un combativo cuerpo militar
gracias, en buena parte, al profundo fervor religioso del que estaban
imbuidos desde niños. En realidad, sin el poder de la religión los soldados
medievales no habrían sido tan eficientes.
5 El castillo como centro de poder
Al finalizar el siglo IX la fragmentación del poder era evidente
en toda Europa occidental. El Imperio carolingio había desaparecido y el
feudalismo se había extendido como sistema político y económico. Al mismo
tiempo, influyendo en el proceso de disgregación, los saqueos masivos de
invasores extranjeros se convirtieron en otra constante. Las comunidades
rurales se vieron obligadas a buscar la protección de su señor, que residía en
un castillo o fortaleza, desde donde extendía su dominio sobre sus vasallos.
Casi todas las disputas territoriales y políticas pasaron a tener
el castillo como
escenario militar. Conquistarlo suponía controlar el
territorio o paso estratégico que guarnecía y, generalmente, conducía
a la prisión de su señor o a su sometimiento político. El fracaso ante sus
muros podía representar lo contrario.
En el enfrentamiento a campo abierto contaban la valentía y el número de
participantes. Pero era arriesgado, pues suponía jugarse la guerra a una sola
carta, de modo que se evitaba en lo posible. Refugiarse tras los muros de un
castillo, con buenas defensas, hombres y reservas, podía desalentar al enemigo
y, con frecuencia, obligarle a replegarse, aun teniendo un contingente más
numeroso. La técnica más sencilla para vencer en un asedio era por
hambre.
De
no mediar acuerdo de rendición o traición, las batallas se decantaban por el
bando con más recursos
Sin embargo, si el tiempo apremiaba, o si las reservas de los defensores
eran abundantes, no quedaba más remedio que recurrir a métodos más cruentos.
Como el ataque mediante escalas o torres de asalto, el uso de
artefactos para derribar puertas y de minas contra los cimientos de la
fortaleza, el lanzamiento de proyectiles de todo tipo, la transmisión de
enfermedades… También podía tantearse el recurso al soborno.
En ocasiones se optaba por el terror, amenazando con matar a defensores
y refugiados si no se rendían y prometiendo indulgencia en caso
contrario. Los sitiados contrarrestaban el cerco con salidas por
sorpresa que causasen pérdidas en el campamento enemigo, cavando
contraminas, lanzando proyectiles o sustancias dañinas que impidiesen el
asalto... De no mediar acuerdo de rendición o traición, las batallas se
decantaban por el bando con más recursos y, por tanto, el que soportaba mejor
el desgaste.
6 La importancia de la jerarquía
Al menos hasta el siglo XIV, la guerra se desarrolló mediante el empleo
de siervos y milicias reclutadas al efecto, sujetas a lazos
vasalláticos. No puede hablarse de ejércitos sólidamente constituidos, ni
siquiera en empresas importantes como las cruzadas. Se trataba de señores que
iban a la guerra acarreando a su servidumbre como hombres de armas.
El peso del combate lo llevaba él, el noble guerrero perfecta mente
equipado, el único capaz de sufragar los hombres y el equipo necesarios. Mantenía
a sus criados y escuderos, les suministraba las armas y les pagaba un mínimo
entrenamiento. Los reclutados le debían ciega obediencia. También sus
vasallos campesinos, muchos de los cuales se veían en la obligación de prestar
servicio militar en las fortalezas.
Al desencadenarse la batalla, las escaramuzas y los acosos se dejaban en
manos de la infantería, esos siervos más o menos adiestrados y mejor o peor
equipados que eran carne de cañón. Los caballeros, un grupo que transmitía sus
privilegios hereditariamente, se reservaban el momento decisivo, el de la
carga. En él, la fuerza de la acometida, el valor y la habilidad en
la lucha contra sus pares rivales determinaban el choque.
A
tales códigos se incorporaron, además, refinadas modas cortesanas, como la
galantería o el amor a la dama
Esto dotó a la nobleza feudal de un claro espíritu de casta: el
caballero es honorable, mientras que el infante es despreciable. De ahí se
derivaron reglas y códigos que habrían de regular los enfrentamientos y que servirían
para diferenciarse aún más de los plebeyos. La Iglesia aportó
importantes elementos a esa escala de valores, como la austeridad y la
protección al débil, e impulsó la creación de las órdenes militares. A tales
códigos se incorporaron, además, refinadas modas cortesanas, como la
galantería, el amor a la dama, el interés por la cultura y el saber...
El conjunto contribuyó a destacar más el sentido de elite de los
caballeros. Como era de suponer, la proliferación de estos ejércitos
feudales debilitó la autoridad de los reyes. En la medida de lo posible,
los nobles eludían su obligación de cabalgar con el monarca, a no ser que la
empresa les favoreciese. Por ello, con el tiempo, los reyes tuvieron que acabar
recurriendo a mercenarios extranjeros.
7 Las nuevas amenazas
Nada más iniciarse la Baja Edad Media comenzaron a surgir armas
que retaron la superioridad de la caballería y sus armaduras, hasta
entonces invencibles. La primera de ellas fue la ballesta.
Aparecida en China antes de nuestra era, su uso no se generalizó en Europa
hasta el siglo XI, al parecer de manos de los normandos. La ballesta doblaba el
alcance del arco compuesto, de unos 160 metros, por su mayor capacidad de
tensionar el arco a través de sus engranajes mecánicos.
Y, más importante aún, resultaba mucho más sencillo adiestrarse en su
funcionamiento. El poder de penetración de la ballesta le permitía atravesar
escudos, cotas y corazas, lo que representó el primer obstáculo serio para la
caballería. Supuso subvertir la jerarquía social y su código de valores, pues
un plebeyo equipado con este artefacto podía matar a un noble caballero.
Con
el arco largo, las tropas inglesas desbarataron en Crécy y en Agincourt a la
orgullosa caballería francesa
En el segundo Concilio de Letrán, en 1139, se prohibió su uso entre
cristianos, so pena de excomunión para quien contraviniese la orden. Sin
embargo, se siguió empleando. Una de sus víctimas sería Ricardo Corazón
de León, que sucumbió en 1199. El inconveniente de la
ballesta era su cadencia de tiro: solo una flecha por minuto.
El arco largo fue el siguiente problema para caballeros y armaduras. Lo
descubrió el rey inglés Eduardo I cuando con quistó Gales. El arma medía casi
1,90 m de alto, estaba hecha de madera de tejo y su alcance era similar al de
la ballesta, como también su poder de penetración. Hacía falta
entrenarse mucho para dominarla, pero la gran ventaja es que su cadencia de
tiro multiplicaba por diez la de la ballesta.
Al comprobar su potencial, el monarca inglés ordenó que sus súbditos se
ejercitasen en su uso. Durante la guerra de los Cien Años se demostraría
su letal eficacia y su superioridad. Con el arco largo, las tropas inglesas
desbarataron en Crécy y en Agincourt a la orgullosa caballería pesada francesa.
Los piqueros aparecieron en el siglo XIV y se erigieron en la prueba de
cómo una infantería bien entrenada podía frenar a la caballería. Dotados de
largas picas (de entre 5 y 7 m) se situaban en formación a modo de erizo,
clavándolas en el suelo con diferentes grados de inclinación. Si mantenían la
disciplina y la serenidad, se convertían en un muro infranqueable para
la caballería. Aparecieron en Suiza, pero a lo largo del siglo XV se extendieron
por Europa. Ya en el siglo XVI, en combinación con los arcabuceros, fueron la
columna vertebral de los famosos Tercios españoles, que evidenciaron el lento
declive de la caballería.
8 La guerra ya es profesional
Los primeros soldados profesionales, o mercenarios, surgidos en la Baja
Edad Media, cobrarían un creciente protagonismo. La evolución de la guerra
indicaba que, además de la caballería pesada, era muy importante tener una
infantería especializada, capaz de oponerse tanto a infantes como a jinetes.
Los ballesteros, arqueros y piqueros demostraron que, con un armamento más
sencillo y menos costoso que el de los caballeros, podían resultar
decisivos.
Por ello, a partir del siglo XIV empezaron a proliferar grupos de estos
profesionales comandados por un capitán. Casi todos plebeyos y a menudo
procedentes del bandolerismo, se ponían al servicio de un señor a cambio de
una sustanciosa cantidad. Estos combatientes estaban bien entrenados y
fuertemente disciplinados, lo que resultaba más útil a los monarcas que los
caballeros.
Los
soberanos advirtieron las posibilidades de contratar a mercenarios
Estos, movidos por las ansias de aventura y gloria individual, eran más
difíciles de someter a las órdenes en la batalla. Por otra parte, los
profesionales mitigaron la falta de hombres que solía representar para los
feudos el reclutamiento de campesinos. Los soberanos advirtieron sus
posibilidades y les contrataron, apoyados por la incipiente burguesía
ciudadana.
Así fue como aventajaron militarmente a numerosos nobles reacios a
doblegarse ante la autoridad real. Los hombres del rey Los ejércitos
profesionales crecieron en número e importancia. Aparecieron unidades como
las Compañías blancas o los almogávares, muy útiles en períodos de
guerra, aunque en tiempos de paz, faltos de botín, constituían un serio peligro
para la estabilidad social. Para solventar el problema, se envió a muchos a
combatir al extranjero.
Otros se reconvirtieron en soldados del reino con sueldo (compañías de
ordenanza), porque solo los monarcas podían costear algo así. De paso,
sirvieron para consolidar los incipientes estados nacionales que se abrían
paso en Europa a finales de la Edad Media. Los primeros ejércitos
permanentes al servicio de reyes aparecieron en el siglo XIV. En su seno fue
donde se elaboraron códigos militares y se instituyeron los uniformes, la
instrucción colectiva y una oficialidad profesional.
9 La artillería se abre paso
En el siglo XIV aparecieron las piezas de artillería en Europa, aunque
todavía se discute el lugar exacto en que ocurrió. Se emplearon en las
batallas de sitio de las ciudades como armas ofensivas o defensivas, y
su efecto fue demoledor, sobre todo desde el punto de vista psicológico. En
campo abierto se utilizaban muy poco, pues su cadencia de tiro era baja y su
alcance escaso. Hasta la batalla de Castillon, en 1453, en que la artillería
fue decisiva por primera vez. Los franceses batieron en ella a sus enemigos
ingleses gracias a este recurso.
El aumento del calibre y el peso de las armas, junto con la
incorporación de ruedas a los armazones, en donde se encajaban para
poderlas trasportar, tuvo otra consecuencia muy importante. Los ejércitos
debieron destinar parte de sus efectivos a allanar (gastar) el camino que
cañones y carros con munición tendrían que recorrer en su viaje hacia los
frentes de batalla.
Disponer
de metales y artesanos para los primeros cañones estaba solo al alcance de
reyes o grandes ciudades
Esto dio lugar a la aparición de los gastadores y de los
ingenieros en los ejércitos, que debían ensanchar, reforzar y aplanar
caminos y puentes, lo que de paso propició una sustancial mejora de las
comunicaciones.
Por otra parte, disponer de metales y artesanos (campaneros que pasaron
a ser fundidores) para fabricar los primeros cañones resultaba muy caro. Pocos
eran los nobles que podían permitírselo, por lo que pasó a ser un arma
casi exclusiva de reyes o grandes ciudades. Otro factor que contribuyó al debilitamiento
del feudalismo y al fortalecimiento de las monarquías. También alteró
profundamente la vida de las urbes, en constante crecimiento demográfico y cada
vez más importantes como centros económicos.
Para resistir mejor los ataques artilleros tuvieron que fortificarse,
por lo que junto a la revolución metalúrgica se dio otra arquitectónica,
plasmada inicialmente en las ciudades flamencas e italianas. Los
cañones volvieron pronto inútiles los muros altos de castillos y ciudades.
Fue necesario hacerlos mucho más anchos y bajos.
Esto supuso un cambio profundo en el diseño de las fortalezas, que
exigió grandes inversiones. Además, las ciudades comenzaron a mantener una
guarnición fija, con un gobernador al frente, porque, aparte de importancia
política y económica, cobraron una indudable dimensión militar.
10 La salida diplomática
Hasta la Edad Moderna, la diplomacia se reducía a contactos más o menos
esporádicos. No era habitual tener representaciones permanentes en otros
estados. Las conversaciones que podían darse entre ellos estaban destinadas a
solucionar problemas concretos y ocasionales. A pequeña escala, entre feudos de
un reino, o entre un rey y sus vasallos, las relaciones brillaban
prácticamente por su ausencia.
En casos de conflicto por el dominio de un territorio, por unos derechos
o por la aceptación de unos vínculos de vasallaje, las mediaciones no se
prolongaban. Se enviaban las reclamaciones a través de un mensajero y, si
no se atendían, se rompían las hostilidades. Una vez en guerra, la
diplomacia se reducía a la negociación de posibles treguas, los términos de la
paz o las capitulaciones, algo de lo que se encargaban los militares sin
demasiadas sutilezas.
En un ámbito algo más amplio, como el que correspondía a las relaciones
entre los estados europeos, las embajadas tenían como objetivo evitar los
conflictos bélicos. Se estrechaban lazos mediante la firma de tratados
comerciales o políticos, pactos matrimoniales...
En
el fondo residía el mensaje de que el choque militar entre grandes estados
sería fatal, dada la fuerza de ambos
De estas tareas diplomáticas solían encargarse mercaderes que
viajaban entre los reinos interesados, o bien eclesiásticos de renombre,
pues éstos eran cultos y cor teses, hablaban con fluidez el latín, lengua de la
diplomacia, y podían tener cierto prestigio por su carácter santo y piadoso,
que trascendía las fronteras. El objetivo era conseguir mediante el pacto lo
que en el campo de batalla resultaría incierto y costoso.
Entre las mayores potencias los contactos, aunque escasos, eran
espectaculares. Son famosas las suntuosas embajadas del califato de
Damasco enviadas a Carlomagno (con
imponentes elefantes y lujosos relojes como regalo), o las remitidas por el
emperador germánico Otón I y el bizantino Constantino VII al califa cordobés Abderramán
III.
Quien mandaba la legación intentaba impresionar sobre su poder, así
como asegurar buenas relaciones comerciales en un marco de
convivencia pacífica. En el fondo residía el mensaje de que el choque militar
entre esos grandes estados sería fatal, dada la fuerza de ambos.
Por supuesto, el embajador y su séquito debían ser encantadores y
capaces de convencer sobre los argumentos de su monarca. Así, durante la Edad
Media, al menos entre los grandes reinos o estados, la diplomacia
continuó ejerciendo un papel tan importante como el que había alcanzado en la
Antigüedad.
Este artículo se publicó en el número 506 de la
revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos
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